Un día más y el pasado que se expande.

Mi día empezó tarde y mal.

Mi calidad de sueño es irregular y eso, sumado a que ayer estuve hasta muy tarde preparando un pedido de mi emprendimiento saludable para las cajas de verduras de Erwina (cada día de entrega la caja tiene un regalo saludable de Eat Like Buddha) hizo que me costara despertar, que tuviera decenas de sueños distintos, sacudidos por oleadas violentas de los ruidos de los niños de los vecinos, descargando su exceso de energía en el taciturno y lúgubre pedazo de cemento que posee el edificio, y en el cual pueden correr hasta cansarse.

A poco rato de abrir los ojos, tomo el celular para ver la hora (estaba soñando que eran cinco o seis horas mas tarde de lo que realmente era, y desperté sintiéndome sobresaltada y culpable) y abro un mensaje de whatsapp donde Seba me dice que ya dieron aviso del abandono del departamento, y que a principios de septiembre vuelven a un pequeño estudio en Cité.  Luego de lamentar que tengan que abandonar el lugar al que sin duda mas ha llegado a considerar un hogar, le comento que entonces tendré que viajar a principios de agosto (mi idea era que como tendrían que partir en octubre a Estados unidos, yo podría viajar en Septiembre) a lo que él me responde con una serie de consideraciones sobre el posible contagio de Covid que puede significar mi llegada a París, para él y para todo el espacio Schengen, prácticamente. «Tendrías que hacer cuarentena, tendríamos que usar mascarillas, son una serie de maniobras difíciles, además tendría que ser a principios de agosto porque después estaremos preparando el cambio de casa…» En fin, un sinnúmero de probabilidades de debacle en el horizonte, muchos inconvenientes, una logística aparatosa en medio del absurdo y ficcional estado de las cosas.  Además de que siendo mediados de junio, Chile se encuentra en la fase mas álgida de la epidemia, aunque eso ya lo dijeron la semana pasada, entonces pensar en viajar en agosto, cuando aún seremos considerados apestados, es bastante improbable. Lo peor es que vivimos en la profecía constante de una debacle que es siempre pospuesta, como caminar por horas en las curvaturas ascendentes de una montaña, sin ver jamás su declive. Todo se complica. Otro desastre dentro del desastre. Ese viaje, mi único salvoconducto mental ante todo este agobio, también se desmorona. La poca transparencia se opaca, las décimas de certidumbre, se vuelven nebulosas. El espacio por el que transita el futuro, mi futuro, se empequeñece hasta dejarme inmóvil. El espacio en el que habita la memoria, en cambio, se dilata, aparece el pasado, mis viajes y mi pretenciosa soledad de flaneur como una poesía extensa que lo llena todo de nostalgia, de pena, de imposibilidad. Todo lo vivido se intensifica, tanto que anula el presente, el hambre, el frio, el encierro, la ropa que estoy usando y la que no, el lugar en el que estoy sentada mirando la muralla roída que nos separa del vecino, y una ventana que consigo ver del edificio contiguo y que es dolorosa e inesperadamente parecida a las que tienen las mansardas en París, un mechón de pelo que me roza la cara, la taza de té que sostengo con la mano y que me quema rozando la insoportabilidad, pero yo no me doy cuenta, porque en esa disolución del ahora todo desaparece, el pasado se agiganta, devastando todas las frágiles e invisibles estructuras que sostienen el presente, como hilos que el blandir de un cuchillo corta en el aire, de cuajo. No es necesario ser viejo para tener mas pasado que presente, más pasado que futuro. Solo es necesario estar lo suficientemente desesperado, como cuando estás a ciegas caminando en medio de la noche, y sientes miedo, ruidos, pasos tras de tí, y lo único que sostienes en el alma es el recuerdo de la luz, la nostalgia del amanecer, que te dice que está demostrado, que tengas calma, que toda oscuridad culmina, en algún momento.

Entonces, vino mi clase de yoga. La meditación inicial me es imposible, el hieratismo y la solemnidad que me exigen es impensable en un día como hoy. Muevo ligeramente las manos, me invento mantras en un sánscrito ridículo, quiero llorar, salir corriendo de este tiempo fuera del tiempo. Vero dice que volvamos a la respiración, pero la respiración es solo aire, no es oxígeno, es sólo una orden impuesta y no la mecánica de la vida… Sólo cuando Vero dice que dejemos que los pensamientos se disuelvan, como todo en la vida, que también finalmente se disuelve, es que logro comprimirlo todo en un par de lágrimas que me surcan, de principio a fin, como si pudieran abrirme, dejarme una veta abierta, por la cual emana algo de vacío… Me limpio las lágrimas como quien se restriega los ojos del sueño. No quiero que adviertan que lloré.

Luego, cocinar sin energía, una comida que no me gustó lo suficiente. Sentarnos a ver una serie, beber otro té caliente, con una bolita de semillas. Voy volviendo a mí. Y Diego y sus bailes para animarme, y sus ojos que atraviesan el espacio, que lo superan todo, que llegan a mi como ese viajero que trae buenas noticias, como la carta que esperaste o mejor aún, como la que no esperaste, como ese hallazgo, esa cosa que buscaste mucho tiempo por toda la casa y que diste por perdida, pero que siempre estuvo ahí, en un bolsillo, entre medio de los cojines de un sillón. Verlo me trae recuerdos de la vieja… porque esa sensación de placidez que sentía cuando llegaba del colegio tras haber recibido una nota inferior a la que esperaba, o tras haber sido humillada, o removida por algo que me parecía insoportable, es la misma que siento al verlo cuando estoy demasiado triste, la misma que sentí el día que me enteré que ella había muerto, y lo miré, lo miré fijamente para constatar la existencia del mundo y sus formas, lo miré para saber que yo aún estaba aquí, que no estaba enloqueciendo, porque él era y es, tal como lo fue ella en algún momento, ese mensaje que la realidad me entrega cifrado, cuando todo lo verosímil parece claudicar… Tal vez por eso, aquel día infernal, sin ninguna razón, pedí ver a su madre. Pedí que antes de irnos a Valdivia fuéramos a la casa de su mamá, no en busca de consuelo, si no en busca de realidad. Quería constatar que la génesis de aquello que me conectaba a lo posible, aún estaba vigente, que la raigambre de lo mas real que había en mi vida, aún estaba ahí. Hoy, su consuelo me trajo de vuelta el consuelo de mi madre. Una sensación de abrigo que recuerdo me era incluso dolorosa, ese amor materno-filial que duele desde el principio de la vida, porque trae consigo la predicción de un sufrimiento; sabía que mientras mas la quisiera, mientras mas la necesitara, mas me dolería su partida. Hoy recordé el olor de su arroz al abrir la puerta de la casa, su beso húmedo que era compaginado con un par de manos que sacaban rápidamente la ropa «no se vaya a pasar a comida». Un par de manos que abrían ollas, que cerraban puertas, que arrastraban sillas. Entonces, sólo entonces, yo estaba a salvo, el mundo quedaba fuera de la puerta, y adentro, éramos solo nuestras historias, nuestras tazas de milo, la leña abajo de la estufa y los copihues recolectados en el jardín. Me gustaría decirle hoy, que si este caos hubiese ocurrido en aquel momento, yo hubiese podido estar con ella años tras la cerradura lacrada de esa puerta. Pero también me gustaría decirle  que hoy estoy bien, a pesar de todo. Que logré rescatar de aquellas horas tutelares lo necesario para proseguir una vida sin ella. Que encontré a un hombre que tiene en el infinito de sus ojos, algo tan claro y profundo, como lo que ella me entregaba, todos los días, entre las 13:15 y las 13:30 de la tarde, cuando llegaba del colegio.

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